Hoy me levanté pasmada., extrañamente mareada, con una imposibilidad casi absoluta para comunicarme con el exterior. Sentía que me estrellaba torpemente contra las paredes. La mañana estaba preciosa cuando salí para clase tras fallar en mi propósito de salir de la cama temprano y trabajar antes (lo que terminó en una hora más de sueño luego del baño y el desayuno). La mañana estaba preciosa y yo no me sentía acorde con el día... sin embargo, veía todo de una manera distinta y sentí que aquel pasmo anunciaba transformación, una transformación en mí que me haría ver el mundo definitivamente de otro modo.

En el bus pensaba sobre el hecho-problema del habitar y la insoportable casa (¿de Mies Van de Rohe?) de la que nos hablaron hace unos días. Pero relacionando (desde la ignorancia) este hecho con la ciudad: HABITAR la CIUDAD... Mientras empezaba la clase me puse a escribir:

Me pregunto si alguien aquí tendrá claro lo que quiere. Si alguien es capaz de vivir por ALGO, siendo consciente, al tiempo, de lo insignificante que es, de lo insignificantes que somos en un infinito irresistible.

En realidad, y sobre todo hoy, odio lo que escribo. El existencialismo barato me penetra y habla por mí, incapaz (yo) de encontrar palabras para el vacío, para la nada que me acuchilla la garganta. Recuerdo al cíclope gritando en la cueva: ¡Amigos, Nadie me mata (...)!

Y entonces empezó un superficial monólogo sobre el sistema hidráulico. Pero aquello se me quedó en la cabeza... junto a otras palabras ajenas: Ese extraño en la ciudad es el ciudadano por excelencia.